La semana pasada publiqué la primera parte de la historia de Ana María Dolores, mi tatarabuela a la que abandonaron recién nacida una noche de invierno. Fue en 1862 y ese año, en España, se abandonaron 18.000 niños. En 1920 la cifra seguía siendo espeluznante, en torno a los 15.000.
Con esos números lo lógico es pensar que somos cientos de miles los descendientes de niños y niñas que sobrevivieron al mundo de la inclusa, donde más de la mitad murieron antes de llegar a ser adultos.
A continuación sigue la historia de mi Ana María Dolores, pero como ella hubo miles.
La semana pasada dejamos la historia en el momento en que Ana María Dolores entra en la inclusa…
…lo hizo por la puerta, al igual que otros bebés que llegaban a la inclusa ya bautizados o procedentes de las maternidades. El torno se reservaba para los bebés abandonados in situ anónimamente, generalmente durante la madrugada.
Por puerta o por torno, una vez dentro la maquinaria administrativa se ponía en marcha. Si no había constancia de que la criatura estuviera bautizada, se le acristianaba y a todas se les abría un expediente personal.
En él se anotaba el lugar del abandono, hora, en qué venían envueltos los bebés, si es que había algo de especial en esos tejidos, y si tenían nota prendida a sus ropas. No eran inusuales las que contenían súplicas para que se cuidase bien al bebé o en las que se aseguraba que su madre era una mujer sana.
También las que contaban si el bebé ya estaba bautizado o se pedía que se le diera un nombre o un apellido en particular. Y las había que contenían promesas de que se volvería por el hijo y que casi nunca se cumplirían. Después de organizar esta información se decidía qué hacer con los bebés.
Con mi tatarabuela Ana María Dolores ordenaron que saliera de la inclusa al día siguiente de entrar.
Se la entregaron a una nodriza externa de la parroquia de San Xés de A Peroxa, en la provincia de Ourense. Ese era un procedimiento habitual. Por un lado, se aseguraba la lactancia de los bebés y un mínimo de cuidados. Por otro, las mujeres campesinas contribuían de otra forma más a la economía familiar. Porque a esas nodrizas, que debían estar casadas y haber sido madres, se les pagaba en efectivo.
La de Ana María Dolores se llamaba Josefa Touriño y le pagaron por amamantar, alimentar y cuidar a mi tatarabuela 15 reales al mes hasta que la niña cumplió los cinco años. Después lo rebajaron a 11. Por el expediente de pagos de Josefa sé que amamantó a otro niño de la inclusa antes que a mi tatarabuela, y a otro después.
Durante los siguientes 25 años no hay rastro documental de Ana María Dolores, pero esta ausencia prueba que fue una anomalía estadística, al estar entre la minoría de incluseros que sobrevivió a su primer año. También así sé que no cambió de nodriza y que cuando el estado cesó a los siete años los pagos por su cuidado, su madre de lactancia no la devolvió a la inclusa. Se la quedó y allí, en aquel pueblo, hizo su vida.
En 1887, Ana María Dolores se casó con Luis Rodríguez, mi tatarabuelo. Un vecino que había heredado pequeños viñedos y una bodega, un pequeñito capital en esos años asediado por unos hongos y un insecto que trajeron el oidium, el mildew y la filoxera.
Fue ese también el año en el que perdió el nombre de Ana y ya fue sólo María Dolores. A cambio, ganó apellido, uno solo: Iglesias, que es muy común entre los incluseros criados en esos años en A Peroxa y municipios limítrofes, como es el caso de un antepasado del cantante Julio Iglesias.
María Dolores y Luis tuvieron cinco hijas y un hijo, el más pequeño. Les dieron nombres relativamente modernos: Felisa, Delfina, Dorinda, María Carmen y Gumersindo, salvo a una niña para el que eligieron uno de los más clásicos: Josefa, como la nodriza de María Dolores. Quizá tuvo con esa familia que la acogió por 15 reales al mes una relación de cariño, que quizá también explique que una “prima” Touriño fuese la madrina de cinco de los niños.
Y llegó el día en el que María Dolores también viajó a la inclusa de Ourense. Ya no era la inclusera, se había transformado en nodriza. Quizá había algo dentro de ella que se lo pedía, o quizá era una práctica tan arraigada en algunas zonas del rural que estaba normalizado, o quizá, simplemente, necesitaba dinero.
Pareciera que la vida comenzaba a darle alegrías y sin duda le dio, pero el horror nunca dejó de rondarle. Murió el bebé de la inclusa que le encomendaron a su cuidado. Murió su hija Delfina, la gemelita de María Carmen. Murió la párvula Dorinda. Y en 1907, cuando tenía 45 años, se quedó viuda. A Luís lo mató un carcinoma, el mismo tipo de cáncer que 94 años más tarde atacó a Sindo, su nieto/mi abuelo.
En los años siguientes, las hijas se casaron y se fueron de la casa. Solo quedó Gumersindo, el hijo más pequeño. En 1920 se casó con Teresa y el nuevo matrimonio se quedó a vivir con María Dolores, en el mismo hogar. En 1921 nació Sindo, el niño con el que comenzó esta historia y que es mi abuelo.
Tres años más tarde, Gumersindo emigró a La Habana. Pronto llegó un mensaje. Gumersindo había bebido agua en mal estado. Enfermó de tifus. Estaba muerto.
Ese es el tiempo en el que se sitúa el recuerdo de mi abuelo Sindo con el que comenzó esta historia, el que contaba que, cuando su madre se iba al campo a trabajar, la abuela lo agarraba y lo metía en pote de hierro y, después, por unas horas, se dejaba aletargar por el vino.
María Dolores murió de bronquitis aguda en el friísimo febrero de 1938. Su partida de defunción eclesiástica está encajada entre las de jóvenes varones de su parroquia muertos por “bala enemiga”. Era pobre y por eso cura le cantó un responso gratis. Había sobrevivido a todos sus hijos, excepto a Josefa.
*****
El pasado es un país al que no podemos viajar, pero me inclino a pensar que el recuerdo de mi abuelo sobre la marmita, su abuela y el vino fue verdad. Quizá la historia iba, en realidad, de una mujer taladrada por el sufrimiento que se aseguraba de que su nieto no se le perdiese mientras ella adormecía, por un momento, el roer de los demonios.
Quizá mi abuelo Sindo ocultó que tenía sangre de la inclusa para tapar dolor o el qué dirán, en un mundo al que a los niños abandonados los asociaban con la enfermedad y la degradación moral. Sólo puedo elucubrar.
Lo que sé es que vengo de una sobreviviente y que es muy posible que tú también.
Y que, si pudiera, abrazaría a mi tatarabuela Ana María Dolores Iglesias y la abrigaría con una manta suave y fina.
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🔹 Un millón de gracias por leerme.
Creo que todos tenemos "misterios" familiares tapujados a través del tiempo. Quién sería el padre de mi abuela paterna? El cuento original que oí es que mi bisabuela, Rosario Fernández nacida en Eutrimo (Entrimo en castellano, cerca de la frontera con Portugal), había llegado a Cuba, madre soltera, con su hija Regina, de 3 años, alrededor de 1895. Luego se casa con un Sr García y mi abuela se convierte en Regina García (y así aparecen los nietos bautizados como Casal García). Se muere el Sr García y Rosario se casa con José Estévez, socio del Sr García y se vuelven a cambiar los apellidos a Casal Estévez. Como no hay quien entienda este cambalache de apellidos, la única explicación que recibe mamá, que es la relatora del cuento, es la explicación de papá "...es que ella pecó; no entiendes"?.
Más tarde se rumora que en realidad mi abuela Regina nació en Cuba y por eso no aparece su certificado de nacimiento en Entrimo. Y otro rumor es que el padre de mi abuela sería el que organizaba la emigración de gallegos a Cuba. Mis resultados genéticos no aportan nada que aclare la situación, pero Estévez terminó siendo el apellido legal.