Hola👋🏼 ¿cómo estás? Aquí te envío mi última carta viajera sobre Brasil.
Después de un mes por Brasil que me llevó de la frontera con Paraguay a Río de Janeiro, Paraty, Ouro Preto, Belo Horizonte, Inhotim y Sao Paulo, salí hacia Colombia.
Mi vuelo salía muy temprano y a las 4 am me dirigí a esperar al Uber.Saludé al portero y al guardia de seguridad del edificio, que estaba sentado junto a la puerta.
Esperé a su lado y, cuando la app marcó que mi conductor estaba a dos minutos, bajé las escaleras que daban a la acera. Cuando vi que faltaba 1 minuto, comencé a caminar hacia el borde con la carretera.
Me llamó y me hizo parar, volver al fondo de las escaleras. Me dijo que tenía que estar lo suficientemente cerca para que él pudiera ayudarme si me atracaban.
La calle estaba desierta, pero insistió. No debería moverme hasta que el conductor llegara y el coche estuviera parado. Le hice caso.
Cuando paró el Uber, crucé en cinco pasos el ancho de la acera, me giré para darle las gracias al guardia y subí al coche.
En Brasil hay que estar siempre en guardia. Ya sé que hay que estarlo en todas las ciudades, en todas partes. Pero es cuestión de grado.
Brasil me encantó por su alegría, amabilidad y originalidad cultural, pero lo cierto es que se me hizo cansino estar siempre pensando en mi cuerpo, en mi cartera, en mi teléfono. En mi seguridad.
El domingo, dos días antes, había decido ir a una misa en el monasterio de Sao Bento para escuchar canto gregoriano en vivo. Memoricé la ruta que me indicaba Google Maps e inicié una caminata de 45 minutos.
Salí de Vila Madalena, el barrio donde me estaba quedando, pasé por el barrio japonés y me adentré en la zona histórica, donde están los edificios coloniales, la catedral, las sedes centrales de los bancos y el Bovespa, la bolsa bursátil de Brasil.
Según me acercaba, aumentaban los grafitis en las paredes, el número de sintecho tirados en las calles y la presencia policial, que era tan grande que en cada esquina me sentí cómoda para sacar el teléfono y sacar fotos a los edificios.
En Sao Paulo, la ciudad con más millonarios de toda Latinoamérica, sorprende la cantidad de personas sin hogar. Están echadas en la calle sin cartón que los separe del asfalto. Las posturas de algunos de ellos me recordaron a los cadáveres de Pompeya, inmóviles, con el cuerpo contorsionado, como zombies.
En las plazas había minicampamentos improvisados, donde los afortunados tenían la intimidad que les ofrecía una pequeña tienda de campaña que parecía sacada del Decathlon.
Son casi todos hombres, pero vi un par de mujeres. Una me dio muchísima pena, aunque intuyo que ella no querría mi pena y sé que no es el sentimiento apropiado, pero fue lo que sentí.
Por edad podría ser mi hija, estaba descalza, vestía pantalones cortos y debajo de una pequeña camiseta sobresalía su tripa de embarazada, quizá de unos seis meses. Me dio pena ella y su criatura.
Las calles por las que caminé en Río de Janeiro y Minas Gerais siempre las vi limpias. En Sao Paulo, también, incluso en esta zona degradada pero en algunas calles no había detergente que valiera para ocultar el ácido olor a orina.
Cuando llegué al monasterio, 34 minutos antes de comenzar la misa, me sorprendió que a su puerta hubiera seis motos de policía y cuatro todoterrenos. Pensé que asistiría a la misa algún mandamás. Entré y ya había unos tres cuartos de los bancos llenos.

Al rato, entraron dos policías. Estaban armados. Nunca había visto pistolas en una iglesia, entiendo que las hay en determinados eventos, pero nunca había visto armas en un recinto que se supone sagrado. Me chocó.
Cruzaron la nave central, ingresaron al altar y desparecieron por una pequeña puerta.
Al rato reaparecieron y, según caminaban hacia la salida me fijé que cada uno llevaba una cámara en el pecho apuntando a todo lo que tenían de frente y que sus perspectivas pistolas, que llevaban en las cartucheras, estaban unidas por unas pequeñas cuerdas a sus cinturones. ¿Tendrían miedo de que se las robasen?
Cuando comenzó la misa la iglesia estaba a rebosar, con fieles y turistas de pie apilados contra las columnas de las naves y la entrada, que mantuvieron abierta para que entrara el fresco.
De un lateral salieron monjes y curas, un total de doce. Los colores de sus ropajes cambiaban según su función en la ceremonia: negro achocolatado para los cantores, oro para el cura principal, verde esmeralda para los de apoyo y blanco para los sacristanes.
Entraron cantando en latín, con velones enormes e incensarios que no paraban de mover, creando una neblina que se esparcía por el altar y llenando la iglesia del penetrante olor amaderado del incienso.
Lo que vino a continuación creo que puede describirse de varias maneras. Era, obviamente, una misa católica, en una mezcla de latín y portugués.
Pero era también una representación, donde cada personaje se movía por el altar, que hacía de escenario, y la voz humana era la estrella.
Hubo un momento en que el aire que entraba por las puertas movió en un baile suave la llama de las velas, los faldones de los curas y monjes y el mantel del altar. Parecía que su vaivén acompasaba con los cantos. Fue sublime.
A la salida me dirigí hacia el barrio japonés. En Sao Paulo se pueden encontrar por toda la ciudad izakaya (tabernas) y omakase (donde el chef prepara lo que quiere), pero quería visitar la feria dominical de la Plaza de la Liberdade.
Los puestecillos de líneas blancas y rojas de artículos varios ya no son japoneses, sino que son fruto de una estandarización casi mundial en los mercadillos y ya sabes qué te puedes encontrar, así sea en Sao Paulo, Sevilla o Shanghai.
Sin embargo, los kioskos de comidas son estupendos, baratos y realmente japoneses.
Tomé un postre hecho al momento en unas planchas y relleno de anku, la pasta de judía roja azuki. Pero como ya llegué a esa edad en la que me olvido de los nombres, sólo puedo decir que estaba exquisito y que no era ni dorayaki ni manju.
En la misma plaza hay dos supermercados a rebosar de artículos asiáticos, incluidos lineales enteros de soju, la bebida alcohólica en botella verde omnipresente en todas las telenovelas coreanas.
En una de las calles paralelas a Plaza da Liberdade están restaurantes japoneses más formales y la gran decepción del barrio fueron, para mí, las tiendas de cosmética: la mayoría de los productos eran europeos, tipo L´Oreal. ¿Cómo puede ser eso en un barrio japonés?
De Brasil a Colombia 🇧🇷 🛫 🇨🇴
En Brasil he estado en tres aeropuertos: Foz de Iguaçu, Río de Janeiro y Sao Paulo. Todos son grandes, modernos, fáciles de navegar y muy silenciosos. Nada se anuncia por altavoz, nadie escucha tiktok sin cascos.Está prohibido por ley y se respeta.
Estuve en las cataratas de Iguazú en septiembre de 2023 en un viaje anterior.
👉🏼 La pregunta del millón: ¿es mejor el lado brasileño de Iguazú o el argentino?
Creo que los dos son fabulosos y la perspectiva es distinta. Sin embargo, para en mí, la inolvidable es la catarata argentina, a la que se accede en trencito. Su fuerza, caudal y belleza me dejó sin palabras.
Embarqué en Sao Paulo en un vuelo directo de Latam hacia Bogotá y, seis horas más tarde (más dos horas de cambio horario), estaba en otro mundo.
Al aterrizar era mediodía y llovía en Bogotá.
Desde que salí de Colombia en julio de 2024 no había visto llover durante el día. Sí que en Paraguay hubo tormentas espectaculares, pero son esas que sólo pasan en la tarde-noche durante el verano, que llueve mucho y luego para.
Pero la lluvia constante de días encapotados no la había vivido desde hacía ocho meses y. al verla, me di cuenta que la echaba de menos. Me recordó a Galicia, me recordó a casa.
El Dorado es un aeropuerto que se queda pequeño para todo el tráfico humano que tiene, pero es muy fácil transitar de internacional a nacional.
Es un aeropuerto atronador.Las puertas donde Avianca tienes sus vuelos domésticos son una algarabía.
Los altavoces tanto reclaman la entrega de maletas carry on porque los vuelos van llenos y no entran en cabina como que se convierten en un zoco ofreciendo comprar “primera clase” a precio módico, si los vuelos van casi vacíos.
Niños, ancianos y todas las edades que hay en medio ponen en sus teléfonos videos y nadie parece tener auriculares. Te sientas a esperar por tu avión y oyes varias canciones en estéreo mezclados con mensajes tiktokeros.
De Bogotá volé a Santa Marta, porque como dice un amigo mío, voy a ver a mi druida.
Es Caribe. Hace calor. Es ruidoso. No hay forma de escapar de la música alta y de la bocina de los moto-taxis en busca de clientes.
Todo es barato. Después de haber estado en este último año en Argentina, Chile y Uruguay, diría que Colombia es baratísimo.
Y me siento mucho más relajada que en Brasil. Es mi quinto viaje a Colombia lo que lo convierte en el país de Latinoamérica al que he viajado más veces y, posiblemente, conozca mejor. Es, también, uno de los que más quiero.
Y aunque el pan ha desaparecido de las mesas porque aquí no hay la costumbre de comer con pan de trigo, la fruta que compras en la calle es, posiblemente, la mejor del mundo.
A mayores, está el mar Caribe-Atlántico, que es un regalo para los ojos y el alma. Mientras espero el inicio del retiro con el druida, buceo

.Cosillas de Brasil 🇧🇷
👉🏼 Desde finales de 2024 no es necesario tener la certificación de vacunación de la fiebre amarilla para viajar directamente desde Brasil a Colombia.💉
Sin embargo, Colombia puede pedirla si se va a viajar a zonas selváticas. En El Dorado hay un puesto para obtener la vacuna.
📚 Mi biblioteca brasileña: quizá los autores brasileños más conocidos son Clarice Lispector y Jorge Amado. De la primera leí hace tiempo La hora de la estrella y del segundo Doña Flor y sus dos maridos. Ambos me gustaron mucho.
Pero ahora que he estado en Brasil leí Aún estoy aquí de Marcelo Rubens Paiva y Mi planta de naranja lima de José Mauro de Vasconcelos. Son libros muy distintos, pero ambos memorables y recomendables. Con Ana Nieto hice un podcastito del libro de Vasconcelos.
Hoja parroquial📢
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🥰 Gracias mil por estar ahí. Esta carta te la envío desde Santa Marta, Colombia
He ido una vez a Brasil y me encantó. Pero no sentí la inseguridad porque me fui a un pueblo al sur, Boipeva
De grande quiero ser como tú Luz. Tantos viajes, tantas historias y tantas ganas de contarlo.
Recuerdo con cariño "Mi planta de naranja lima" de José Mauro de Vasconcelos. Lloré mucho al leerlo.
A ver si un día vienes a Barcelona en una época que no sea verano, jajaja.